Tuesday, July 25, 2006

pasajes 1


UMBRAL

La sola presencia de su cara joven, casi adolescente, le resultó provocadora. Lo encontró dormido en el umbral. El frío había traspasado su gabán azul y lo había vuelto más delgado y pálido. En su labio inferior brillaba una gota de rocío. Mientras lo miraba, se apoyó en su escoba vieja, sorprendido por el tono delicado de su piel. Luego miró alrededor, hacia la soledad de la ciudad que se desperezaba. Giró de nuevo y lo miró. Con un movimiento rápido, le atravesó la garganta con el palo de madera. Luego lo arrojó en el basurero de la calle, con las hojas del otoño. No puede distraerse un angel en la ciudad de los hombres opacos.

TARDE

Sabía que era pecado. Se lo habían dicho. Le habían contado del ardor, ahí abajo. Hablaron de la sed que no se calmaba. Del ritmo ondulante de la respiración sudando los pechos. Y del desmoronarse de los sentidos, como una avalancha que nublaba las ideas, que arrastraba a un abismo dulce del que no se quería salir.

Hizo planes para encontrar el amor de los cuentos. Pero aquella tarde, en la biblioteca escolar, saboreó el sexo a borbotones. Quedó anhelante como un cristal quebrado. Nada volvió a ser igual. Recordando los dedos que se deslizaron sobre sus labios, para detenerse en su lengua y comenzar a explorar, sólo atinó a decir: “pensé que era un juego”

Tuesday, July 18, 2006

El argumento del negro Paz

Asomaba por tu casa pasadas las doce de un día cualquiera. Respiraba cigarro y cerveza. Ahí lo tenías, contándote proezas con gesto de príncipe, pero príncipe de barrio. De la estirpe dura de Lugano. Entornaba los ojos ardidos y te hablaba de sus mujeres con tono de poema épico. Después callaba. El negro Paz ponía cara de estar distraído y reía con sonrisa sin fuerzas, como si los labios le formaran una careta de la que salían los dientes blancos y en fila.

Se divertía disparándose al cielo. Era un cielo de cartón, con nubes tóxicas y ángeles travestidos. A veces se perdía y le costaba volver. En otro vuelo, de golpe, te miraba como si recién te viera, te tomaba la cara con las dos manos y te prometía que te iba a salvar.

Un día dejó el puesto de la feria y se fue de Monte Grande. Probó galopar con el mejor potro. Fue filo en la carne pero, después, fue caño, que salía mejor. A veces fue gato y a veces ratón, en los hoteles de Constitución o en la vigilia solitaria de Lavalle.

El negro pasó frío en Ezeiza. Por fin salió y festejó con las amigas de la esquina y terminó recostado en el umbral, con la expresión perdida de siempre. Mal parado en esa madrugada, dijo que ya no quemaba más y que iba a conseguir un empleo.

Pero empleo no había, y lo único que tenía el negro eran recuerdos. Recuerdos nevaditos, fumados, salpicados de ilusiones. Y cuando hablaba te amontonaba las anécdotas, que iban creciendo y cambiaban, pero siempre tenían el sabor del asfalto y el sello del riesgo. Te contaba de aquel fulano temeroso, que entregó el reloj en la parada de colectivos. O del tesoro que lo iba a salvar, rescatado en media hora de aprietes con una moto ajena. Era todo un dramaturgo contando cuando la policía los detuvo por la velocidad y terminó quedándose con el montón de guita que habían conseguido.

Como en una vieja película, iba a la carrera en un auto para terminar estrellado en la entrada del subte Malabia, con Cristian mordiendo el asfalto mientras él escapaba. Y se indignaba recordando que perdió una zapatilla, pero recién se dio cuenta a las cuadras, cuando las luces azules decoraban la ciudad como un arbolito de navidad.

El negro Paz había probado todas, la celda desnuda, el bolseado y las tripas retorcidas, la espalda apoyada en el revoque grueso y sucio, empañado de sudor, orina y sangre. Lo veías lavarse las manos a cada rato, como si el dolor le hubiera penetrado la piel.

Nunca daba razones. Cuando le preguntabas, te miraba fijo: “La vida es así. Corrés o te corren”. Siempre estaba dispuesto: a boxear la noche, a rifarse en la calesita del sexo o a sacarla barata. Pero el negro Paz, por momentos, se ponía filósofo. Como en una charla de café, fruncía el entrecejo mientras se bebía de un trago la vereda oscura y solitaria. Con los dientes apretados, sentenciaba: “para venderse, hay que saber.”

Aquella noche nos vimos en el quiosco de Ayacucho. Todavía sorprendido, contaba la epopeya del cuñado golpeador que casi tira a la mujer por la ventana, de los patrulleros y la requisa. El negro sudaba pero el escándalo, otra vez, impidió que le descubrieran el caño guardado. Cuando los azules pasaron a su lado, el negro se rió de ellos en la cara.

“Tengo que escribir tu vida”, le había dicho. Y el negro Paz miraba con cara de sospecha, pero sonreía.

Ahora habrá otra crónica. Un ladrón apretando el metal en Monte Grande. Alguien pensará un argumento, la página limpia mentirá en letras prolijas. Atrás de todo eso, la vida seguirá siendo un poco de barro en los zapatos. Se alzarán las leyendas confirmando lo que no fue. O tal vez su vida se pierda en el mar de vidas y su muerte se ahogue en el silencio de la ciudad. Mandíbula apretada y grito contenido, casi de molestia, otra de las historias del negro Paz.

Thursday, July 13, 2006

esta noche

cuerpo árido
superficie áspera de tierra reseca y agrietada
corazón frío
un televisor encendido
gente
atrás de un vidrio sellado
castrado
el tacto de los otros
rutina sutil
adormecimiento

Monday, July 10, 2006

viejos fragmentos


aquí están unos fragmentos viejos, recuperados

I
guardar pequeños segmentos
atesorar pedazos
es lo único que podés hacer
un cosmos personal

sólo quedamos tú y yo

y yo

una piedra
sobresale en la cima
él está de pie
sobre la piedra, las nubes
lo atraviesan
acarician su rostro
con una mano húmeda
a ratos
abajo
el valle
la cabaña próxima
deja salir la voz
de Irene Papas
vuela
casi sueña

II

mirar a los costados
porno
entrar con la cabeza baja
abrir la bragueta

"beba", dijo
la palabra
rebotó
en sus tetas
no habló más

Monday, July 03, 2006

diez consejos para dejar la rutina


evitá las avenidas y, de ser posible, las marquesinas más iluminadas… muchos quedaron hipnotizados, cegados de baldosa fina y lentejuela, castrados de burguesería

inventá un laberinto sobre la ciudad como si fuera un castillo de arena o, quizás, como los juegos de ladrillos de colores que se montan unos con otros sin preocupaciones

hacé preguntas, aunque ya no te acuerdes qué preguntar

alejate del agua, porque te atrapa y no te deja más

si te vas a sumergir, elegí un arroyo serrano, que rebote entre piedras grandes y destelle cristales bajo el sol de enero

mejor sumergite de noche, en noviembre, cuando las luciérnagas invaden los pastos de la orilla

recordá que no es necesario que te fumes un porro para descubrir que toman vida los árboles y los edificios, que hablan los animales y, algunas veces, las tazas… sólo hay que saber escuchar

leé a Burroughs, a Sade y a Artaud, tal vez a Rimbaud… mirá una película de Svankmajer, enamorate de Frida… a veces basta con Brueghel…

provocate, buscá el límite que no querés ni pensar y cruzalo, travestí tu jornada, tu desayuno, tu trabajo, tu estudio, tu cárcel, tu sueño, tu ignorancia

y, de nuevo, dejá que las cosas hablen; si no escuchás lo que te dicen, tal vez es bueno que revises el consejo seis y te fumes un porro