Asomaba por tu casa pasadas las doce de un día cualquiera. Respiraba cigarro y cerveza. Ahí lo tenías, contándote proezas con gesto de príncipe, pero príncipe de barrio. De la estirpe dura de Lugano. Entornaba los ojos ardidos y te hablaba de sus mujeres con tono de poema épico. Después callaba. El negro Paz ponía cara de estar distraído y reía con sonrisa sin fuerzas, como si los labios le formaran una careta de la que salían los dientes blancos y en fila.
Se divertía disparándose al cielo. Era un cielo de cartón, con nubes tóxicas y ángeles travestidos. A veces se perdía y le costaba volver. En otro vuelo, de golpe, te miraba como si recién te viera, te tomaba la cara con las dos manos y te prometía que te iba a salvar.
Un día dejó el puesto de la feria y se fue de Monte Grande. Probó galopar con el mejor potro. Fue filo en la carne pero, después, fue caño, que salía mejor. A veces fue gato y a veces ratón, en los hoteles de Constitución o en la vigilia solitaria de Lavalle.
El negro pasó frío en Ezeiza. Por fin salió y festejó con las amigas de la esquina y terminó recostado en el umbral, con la expresión perdida de siempre. Mal parado en esa madrugada, dijo que ya no quemaba más y que iba a conseguir un empleo.
Pero empleo no había, y lo único que tenía el negro eran recuerdos. Recuerdos nevaditos, fumados, salpicados de ilusiones. Y cuando hablaba te amontonaba las anécdotas, que iban creciendo y cambiaban, pero siempre tenían el sabor del asfalto y el sello del riesgo. Te contaba de aquel fulano temeroso, que entregó el reloj en la parada de colectivos. O del tesoro que lo iba a salvar, rescatado en media hora de aprietes con una moto ajena. Era todo un dramaturgo contando cuando la policía los detuvo por la velocidad y terminó quedándose con el montón de guita que habían conseguido.
Como en una vieja película, iba a la carrera en un auto para terminar estrellado en la entrada del subte Malabia, con Cristian mordiendo el asfalto mientras él escapaba. Y se indignaba recordando que perdió una zapatilla, pero recién se dio cuenta a las cuadras, cuando las luces azules decoraban la ciudad como un arbolito de navidad.
El negro Paz había probado todas, la celda desnuda, el bolseado y las tripas retorcidas, la espalda apoyada en el revoque grueso y sucio, empañado de sudor, orina y sangre. Lo veías lavarse las manos a cada rato, como si el dolor le hubiera penetrado la piel.
Nunca daba razones. Cuando le preguntabas, te miraba fijo: “La vida es así. Corrés o te corren”. Siempre estaba dispuesto: a boxear la noche, a rifarse en la calesita del sexo o a sacarla barata. Pero el negro Paz, por momentos, se ponía filósofo. Como en una charla de café, fruncía el entrecejo mientras se bebía de un trago la vereda oscura y solitaria. Con los dientes apretados, sentenciaba: “para venderse, hay que saber.”
Aquella noche nos vimos en el quiosco de Ayacucho. Todavía sorprendido, contaba la epopeya del cuñado golpeador que casi tira a la mujer por la ventana, de los patrulleros y la requisa. El negro sudaba pero el escándalo, otra vez, impidió que le descubrieran el caño guardado. Cuando los azules pasaron a su lado, el negro se rió de ellos en la cara.
“Tengo que escribir tu vida”, le había dicho. Y el negro Paz miraba con cara de sospecha, pero sonreía.
Ahora habrá otra crónica. Un ladrón apretando el metal en Monte Grande. Alguien pensará un argumento, la página limpia mentirá en letras prolijas. Atrás de todo eso, la vida seguirá siendo un poco de barro en los zapatos. Se alzarán las leyendas confirmando lo que no fue. O tal vez su vida se pierda en el mar de vidas y su muerte se ahogue en el silencio de la ciudad. Mandíbula apretada y grito contenido, casi de molestia, otra de las historias del negro Paz.